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Cincuenta años después de que el
físico italiano Enrico Fermi planteara su famosa Paradoja, la Humanidad
sigue preguntándose: ¿dónde están ellos?, ¿por qué no tenemos pruebas
irrefutables de la visita o existencia de civilizaciones
extraterrestres? Quien desee una respuesta a esta incógnita, se
encontrará con una sorpresa: existen decenas de ellas entre las que
elegir.
Stephen Webb, un físico que trabaja en la británica Open University,
lleva años investigando y reuniendo las diversas “soluciones” aplicables
a la Paradoja de Fermi. En su reciente libro, “Where is Everybody?”,
llega a una desalentadora conclusión: el problema sigue siendo tan
intangible, tan huidizo debido a nuestros pobres conocimientos, que aún
somos incapaces de determinar cuál de ellas es la verdadera -si es que
realmente alguna lo es-.
Pero no nos desanimemos. Quizá sea usted una mente inquieta capaz de
proporcionar una solución original y, por qué no, definitiva a la
Paradoja. Sin embargo, si prefiere tomárselo con calma y averiguar
primero lo que otros han dicho antes al respecto, siga leyendo y
descubrirá algunas de las conclusiones más interesantes a las que han
llegado expertos y estudiosos del tema.
YA ESTAN AQUI
Stephen Webb, en su profundo trabajo de recopilación, ha organizado las
posibles soluciones a la Paradoja de Fermi en tres grandes grupos de
optimismo decreciente. El primero de ellos es el que contempla la más
sencilla resolución: los extraterrestres ya están aquí o nos han
visitado alguna vez.
La primera contestación que recibió Fermi estuvo precisamente en esta
línea, y procedía de su buen amigo Leo Szilard, con quien compartía mesa
en Los Alamos. Aunque en honor a la verdad, no parece que hablara
demasiado en serio: el científico dijo, medio en broma, que los
extraterrestres ya tenían un nombre: húngaros. Szilard, que había nacido
en Budapest, compartía ciudad natal con sus colegas Eugene Wigner,
Edward Teller, John von Neumann o Theodore von Kármán, todos ellos
auténticos genios en sus respectivos campos de la Ciencia. Tan
brillantes eran (Neumann fue considerado el hombre más listo del mundo)
que sus colegas los llamaban a menudo “los marcianos”.
La siguiente solución aportada resultaba bastante más obvia. En el
apogeo de la histeria provocada por la aparición de platillos volantes,
parecía claro que éstos procedían del espacio exterior, que nos estaban
visitando con frecuencia y que incluso se atrevían a entrometerse en
nuestros asuntos. Si los famosos OVNIs están además tripulados por
extraterrestres, la Paradoja de Fermi queda resulta de inmediato.
Suponiendo que no nos convenza demasiado el origen de los platillos
volantes, aún no debemos renunciar a la existencia de civilizaciones
extraterrestres (CETs). Quizá nos visitaron en un lejano pasado, y
dejaron pistas sobre su presencia en nuestro planeta. Autores de dudosa
fiabilidad, como Erich von Däniken, han escrito mucho sobre ello. En
todo caso, dichas señales podrían encontrarse en nuestro planeta, la
Luna, Marte o cualquier otro planeta del Sistema Solar.
En 1996, la NASA anunció la posible (y polémica) existencia de fósiles
de vida marciana en un meteorito caído y recogido en la Antártida. Si
existió vida en la historia remota del Planeta Rojo, y ésta consiguió
llegar hasta aquí hace mucho tiempo, para después evolucionar, podríamos
llegar a una nueva conclusión: los extraterrestres (marcianos) existen,
pero somos nosotros. Algunos científicos, de hecho, insisten en que la
vida terrestre procede del espacio (teoría de la panspermia). Si la
“plantación” fue, además, deliberada, tendríamos otra prueba de que ahí
afuera hay alguien que ya nos ha visitado, al menos una vez.
También resulta curiosa la propuesta de John Ball, que nos habla de la
Tierra como un “zoológico” preparado por los extraterrestres.
Civilizaciones muy avanzadas aparecerían y desaparecerían en la Galaxia,
destruidas por sus enemigos o por sí mismas. Alguna de ellas podría
haber deseado establecer una reserva en este planeta azul, alejada del
“ruido galáctico”, donde la vida pudiera desarrollarse sin verse
afectada por los dramáticos acontecimientos del exterior. Así, nuestro
mundo sería sólo un ente para ser observado, ajeno a todo lo demás. Una
variación del escenario del zoológico, ideada por Martyn Fogg, propone
que la Tierra podría estar bajo la esfera de influencia de alguna
civilización tan avanzada que, no necesitando de sus recursos, no desea
que su esencia sea contaminada por influencias exteriores.
En una línea similar, pero muy “matrixiana”, Stephen Baxter sugiere que
la Tierra y sus inquilinos viven en una especie de simulación de
realidad virtual, que nos proporciona una impresión artificial del
Universo semejante a la que tenemos cuando entramos en un planetario.
Nos inculcarían así la ilusión de que estamos solos en el Universo, y
nos alejarían de cualquier influencia que cambiara nuestra línea
evolutiva natural.
La última solución de este grupo de propuestas nos acerca a la teología.
Si creemos en su existencia y otorgamos un carácter omnipotente a Dios,
es posible que, ante nuestros ojos, las civilizaciones extraterrestres
más avanzadas no se distingan demasiado de este ser supremo. En este
sentido, Edward Harrison propone que nuestro Universo, con sus leyes
físicas y constantes particulares, habría sido creado artificialmente en
un laboratorio, dentro de otro universo mayor.
NADA EN EL CONTESTADOR (AUN)
El segundo grupo de soluciones a la Paradoja de Fermi sigue otorgando
visos de realidad a la existencia de CETs. Pero si bien deben estar ahí
fuera, todavía no se han comunicado con nosotros.
¿Cómo justificar esta falta de contacto? La forma más directa es aquella
que afirma de forma categórica que las estrellas están demasiado lejos;
siendo esto rigurosamente cierto, el viaje interestelar podría no ser
posible, lo que evitaría que los extraterrestres vinieran a visitarnos,
aunque quisieran hacerlo.
Alternativamente, y esperando que, armados con una tecnología alejada de
cualquier cosa imaginada, fueran capaces de recorrer tan vastas
distancias, nuestros amigos podrían estar ya en camino: simplemente, no
habrían tenido tiempo de llegar hasta nosotros. Tengamos en cuenta que,
a la velocidad de la luz, tardaríamos más de 4 años en llegar a la
estrella más próxima a nosotros, o millones de años si nos dirigiéramos
hacia otras galaxias. Quizá nuestros hermanos espaciales viajan en
naves-mundo preparadas para colonizar a medida que avanzan, vehículos
que han asistido al nacimiento y muerte de innumerables generaciones de
individuos.
Pero incluso si la colonización de la Galaxia estuviera tan avanzada, la
Tierra podría haber quedado al margen. Geoffrey Landis opina que algunas
civilizaciones podrían encontrar más atractivas unas zonas que otras, en
función de su propia naturaleza. Si no pudimos ofrecer algo de interés
para ellos, tal vez hayamos sido ignorados. Otra posibilidad es que los
propios extraterrestres consideren viajar personalmente a otros mundos
un acto de desgaste biológico injustificable. Siendo muy avanzados,
puede que no nos visiten ellos, sino sus máquinas, en especial aquellas
capaces de auto-replicarse y extenderse exponencialmente a través del
espacio (como las sondas de Bracewll-von Neumann), asimilando la materia
prima que encuentren en el camino.
Tampoco hay que desdeñar las peculiaridades que distinguirían a las
civilizaciones extraterrestres. Algunas de ellas podrían haber
encontrado sus fuentes de energía en ámbitos distintos al espacio
normal, no teniendo ninguna necesidad de desplazarse a otros mundos. O
acaso hayan decidido quedarse en casa y comunicarse sólo vía radio o un
sistema equivalente.
¿Por qué querrían quedarse en su mundo sin explorar? Si antes hablamos
de que podríamos estar viviendo en una realidad virtual creada por
ellos, lo contrario podría ser asimismo cierto. Su sofisticación
tecnológica les habría hecho edificar una realidad alternativa mucho
mejor y más placentera que la real.
Algunos científicos, en cambio, creen que es culpa nuestra no haber
detectado CETs. Estos seres podrían haber estado intentando comunicarse
con nosotros desde hace tiempo, quizá desde siempre, sin que nosotros
hayamos obtenido todavía las herramientas precisas para poder oírles.
Las comunicaciones podrían hacerse no sólo a través de ondas de radio,
algo que ya dominamos, sino también mediante ondas gravitatorias,
partículas exóticas, o sistemas que aún no hemos descubierto. ¿Y si
están utilizando un medio de comunicación que sabemos cómo utilizar,
pero del cual carecemos la frecuencia exacta por la que transmiten? Las
actuales búsquedas SETI se desarrollan por el momento casi “a ciegas”.
Siendo más optimistas, imaginemos poseer ya las herramientas y la
frecuencia de recepción. ¿Bastaría con ello? No. Deberíamos saber hacia
dónde mirar y orientar bien nuestros instrumentos. Hay millones de
estrellas ahí fuera y no estamos muy seguros de cuáles tienen mayores
probabilidades de poseer planetas habitados. Actuamos basándonos en
suposiciones más o menos científicas, esperando, por qué no, el apoyo de
la suerte. Sin ella, buscar a tan escurridiza aguja en el inmenso pajar
cósmico podría suponer millones de años de trabajo sin recompensa
alguna.
Por fortuna, no faltan quienes creen que la señal que delatará la
existencia de las CETs ha sido ya capturada por nuestros
radiotelescopios. Nuestro problema sería que somos incapaces de
identificar esa señal, separándola del ruido de fondo. No en vano el
análisis de las señales, en investigación SETI, es tanto o más
importante que su obtención. Otros prefieren pedir paciencia: a pesar de
que hemos observado el cielo con detenimiento, lo hemos hecho durante
relativamente poco tiempo. Peor aún, quizá prestamos atención a las
señales de una determinada estrella cuando nuestros amigos alienígenas
estaban “cambiándole los fusibles” a su antena de transmisión y por
tanto ésta se encontraba inactiva. El éxito dependerá, probablemente, de
nuestra constancia.
El auge alcanzado por la investigación SETI en nuestros días plantea
otro curioso interrogante. ¿Y si todos escuchan y nadie transmite? Si
descontamos nuestras señales de radio y televisión, nosotros lo hicimos
brevemente hace tiempo, pero nuestro mensaje puede haber pasado
totalmente desapercibido o requerir millones de años para llegar a un
indeterminado punto de destino.
Existe otra desalentadora posibilidad: las CETs podrían NO querer
comunicarse con otros mundos. La psicología extraterrestre se nos
escapa, y no podemos esperar que cumplan con nuestro código de conducta.
Quizá tienen miedo de ser descubiertos y colonizados por otras razas más
a la vanguardia técnicamente, o puede que ya sean tan avanzados que no
encuentren interés alguno en entablar relaciones con seres claramente
inferiores.
Cambiando de registro, y desde un punto de vista científico, es posible
que algunas civilizaciones empleen unas matemáticas demasiado distintas
a las nuestras. Su concepto de la Ciencia y su descripción de la
naturaleza serían tan diferentes que no sabemos si seríamos capaces de
entendernos. Podrían estar transmitiéndonos señales en las que no
sabríamos reconocer la artificialidad que los delatara. Esperemos que
existan civilizaciones más semejantes a nosotros, o al menos, deseosas
de ser comprendidas al más bajo nivel posible.
Otros autores denuncian nuestra relativa falta de conocimientos. Somos
una especie joven, cuya ciencia apenas lleva acelerando progresivamente
unos cientos de años. Todavía no hemos sido capaces de desarrollar una
teoría del todo, que englobe gravitación, electromagnetismo, sistemas
cuánticos... No podemos declarar saberlo todo sobre el Universo, ni
sobre los fenómenos que en él se desarrollan. Podríamos especular aquí
sobre universos paralelos, otras dimensiones..., lugares en los que no
sabemos buscar y que podrían estar habitados por seres reales pero
inalcanzables desde nuestro punto de vista.
Contemplando nuestros propios problemas como especie inteligente, tal
vez debamos plantearnos si es posible convertirse en civilización
avanzada sin autodestruirse en el proceso. Existirían muchas CETs tan
avanzadas como la nuestra, pero también tan imposibilitadas como
nosotros de viajar o comunicarse de forma apropiada. Ninguna de ellas
alcanzaría ese umbral mágico, porque todas acabarían desapareciendo,
destruidas por su propio potencial o sus defectos. Como ejemplo,
consideremos el crecimiento exponencial en la capacidad de nuestras
máquinas y ordenadores. Vernor Vinge considera que hacia 2030 nuestras
computadoras habrán alcanzado un estado de inteligencia sobrehumana. En
poco tiempo podrían tomar el control y provocar la desaparición del
Hombre. Teniendo en cuenta que la computación es un requisito para mirar
hacia las estrellas con ambición, este desastre podría estar ocurriendo
ahora mismo en todo el Universo. Pero aún deberíamos preguntarnos:
¿dónde están esas súper-inteligencias mecánicas?
Otras civilizaciones jamás desarrollarán ordenadores que las destruyan.
Su entorno (subterráneo, por ejemplo) podría no haber propiciado el
desarrollo de las matemáticas o la astronomía. No sabrán ni se
preguntarán nunca si existen otros seres vivos en el espacio.
Para cerrar este grupo de posibles respuestas a la Paradoja de Fermi,
conviene mencionar la propuesta de Michael Hart, que concede que existen
muchas CETs, pero ninguna en nuestro horizonte visible. Dada la
velocidad finita de la luz, si el Universo, por su parte, fuera
infinito, sólo podríamos tener acceso a una parte de él. Aunque
estuviera lleno de vida, lo que estuviera demasiado lejos estaría
siempre fuera de nuestro alcance.
SOLOS
El tercer y último grupo de soluciones a la Paradoja es el que contiene
una visión más radical de nuestra singularidad. Seríamos únicos, y
estaríamos solos, porque los extraterrestres no existen.
Fermi pensaba en las civilizaciones inteligentes, no en la simple vida
más o menos evolucionada. Nosotros creemos serlo, pero quizá no sea tan
fácil que otras aparezcan en el Universo. Si examinamos el
encadenamiento de circunstancias que se han confabulado para que una
especie de homínidos, en varias ocasiones cercana a la extinción (como
muchos de sus congéneres de otras especies), haya alcanzado esta
posición en la que nos encontramos, es lícito preguntarse si dicho
proceso puede repetirse muchas otras veces. Escalas evolutivas, factores
climáticos, materias primas, y tantos otros factores han sido como una
carrera de obstáculos para el Hombre. Muchas cosas podrían haber sido un
poco diferentes, y no estaríamos aquí para plantearnos esta duda
existencial. ¿Nos ha tocado la lotería y somos los únicos seres que
tratan de obtener la súper-inteligencia?
Suponiendo que este proceso de desarrollo que convierte a animales en
seres muy listos sea mucho más factible de lo que pensamos, aún
deberemos reconocer que la vida tardó mucho en aparecer desde el
nacimiento del Universo, y que la nuestra bien podría ser la única
civilización que ha tenido tiempo de alcanzar este grado de desarrollo.
Las probabilidades dependen, como se ha dicho, de muchos factores. Por
ejemplo, consideramos que la inteligencia necesita de un planeta apto
para florecer. Algunas estimaciones nos hablan de un Universo muy
grande, pero el número de sistemas planetarios (que se crean a partir de
materiales previamente producidos por estrellas extinguidas) podría no
serlo tanto, así que las oportunidades para la vida serían asimismo
escasas (y menores aún para la inteligencia). Sobre todo si los únicos
planetas adecuados deben ser rocosos, como la Tierra.
De forma similar, la vida tal y como la conocemos precisa de algunos
elementos químicos muy concretos, algunos de los cuales son el producto
de las reacciones nucleares de estrellas viejas. Si la vida ha tenido
que esperar para reunir sus ingredientes, nosotros podríamos ser los
primeros en gozar de este nivel de evolución.
Hay más limitaciones a la existencia de vida en un sistema planetario.
La zona habitable es relativamente estrecha, y depende del tipo de
estrella y de la distancia a su superficie. La clave se encuentra en
mantener el agua en estado líquido, el elemento más esencial para la
vida. En el Sistema Solar, la zona habitable se reduce a una franja que
va aproximadamente desde la órbita de Venus a la de Marte, siendo la
mejor región aquella donde se encuentra la Tierra. En otras estrellas,
las zonas habitables no siempre estarán ocupadas por planetas adecuados.
Y cuando lo estén, la variabilidad (variación en el brillo) de la
estrella podría desplazar periódicamente dicha zona habitable a muchos
millones de kilómetros de distancia, exterminando cualquier ser vivo que
quedara atrás.
En nuestro Sistema Solar, Júpiter cumple una función muy importante. Su
enorme atracción gravitatoria elimina escombros, como asteroides y
cometas, que de otra forma podrían caer más frecuentemente contra la
Tierra, produciendo extinciones masivas y retrasando el reloj del
desarrollo biológico. Si otras estrellas no poseen planetas similares a
Júpiter, podría ser muy difícil que la vida prosperara durante el tiempo
suficiente. Eso no quiere decir que la caída de objetos contra un
planeta vivo no sea necesaria, ya que éstos pueden proporcionar los
impulsos evolutivos que permitan hacer un gran salto adelante. La
historia de la Tierra está repleta de ejemplos de este tipo.
Necesitábamos un nivel de impactos concreto, y esto también lo consiguió
Júpiter, gracias a su influencia sobre el cinturón de asteroides.
Además de la variabilidad lumínica (energética) de muchas estrellas, hay
otros peligros a considerar. Una supernova cercana (la explosión de una
estrella vieja y muy masiva) o los famosos estallidos cósmicos de rayos
gamma pueden barrer la faz de un planeta y esterilizarlo. La vida no
puede prosperar ante estos dramáticos acontecimientos. En el propio
planeta, acechan los impactos, las eras glaciares, las grandes
erupciones volcánicas que envenenan el aire y causan cambios climáticos,
etc. La Tierra ha sufrido estos percances y ha experimentado extinciones
masivas que pueden volver a repetirse, acabando esta vez con nosotros.
Aspectos más sutiles de la constitución de nuestro planeta, pero muy
importantes, han influido en el éxito de la vida terrestre hasta ahora.
La Tierra posee un sistema tectónico de placas que transforma los
continentes y renueva la superficie. Su núcleo interior está activo y
provoca la aparición de un campo magnético que nos ha protegido de las
radiaciones y partículas más letales procedentes del Sol. Sin este
escudo, como el de la capa del ozono, la vida no habría podido
desarrollarse al aire libre y evolucionar.
Incluso la Luna ha jugado un papel esencial en nuestra supervivencia. El
sistema Tierra-Luna, casi un planeta doble, está íntimamente
relacionado. Nuestro satélite no sólo provoca las mareas, también
influye en la inclinación del eje de la Tierra, que a su vez es la
responsable de la existencia de estaciones, un motor biológico
inigualable. Hemos sido afortunados de tener a la Luna, y su origen no
pudo ser más casual: un planeta parecido a Marte chocó contra la Tierra
en el pasado más lejano, produciendo suficientes escombros para su
formación.
Los científicos no sólo se preocupan de los acontecimientos que dieron
lugar a una especie inteligente. La propia génesis de la vida es una
incógnita que nos dificulta valorar cuán abundante puede ser en el
Universo. Los pesimistas opinarán que, de nuevo, su aparición es una
carambola cósmica de difícil repetición.
Suponiendo que la vida apareciera de forma sencilla, no es fácil
explicar qué hizo que las células procariotas (como las bacterias)
evolucionaran hacia las eucariotas (que componen a plantas y animales).
Sin sistemas multicelulares no hay complejidad, y sin ella no se puede
avanzar hacia la inteligencia.
Concediendo que este salto evolutivo es posible (ya ocurrió en nuestro
planeta), aún estaremos lejos de obtener seres capaces de construir
herramientas. El Hombre lo consiguió “pronto”, pero sólo porque sus
antecesores eran primates que vivían en los árboles, y que por tanto
poseían extremidades (manos y pies) adaptados a este entorno. Un día,
algo (un cambio climático, por ejemplo) les hizo bajar de los árboles y
empezar a moverse a través de la sabana africana, donde se convirtieron
en bípedos para así poder atisbar por encima de la vegetación en busca
de enemigos y presas. Liberadas sus manos, aprendieron a transportar con
ellas alimentos, a cuidar de sus hijos y a construir herramientas. Un
proceso que proporcionó mejores medios para cazar, para cambiar su
alimentación y para desarrollar su cerebro. Ahora construimos
automóviles, armas de destrucción masiva y radiotelescopios para
escuchar a los extraterrestres. ¿Han seguido estos últimos una ruta
equivalente?
Si tenemos presente que hasta hace unas decenas de miles de años aún
compartíamos escenario con otras especies de homínidos, como los
neandertales, nos daremos cuenta de que nuestro alzamiento hasta una
posición preponderante no era en absoluto inevitable. Los hombres de
neandertal también tenían herramientas, eran listos y cazaban, pero se
extinguieron. Los extraterrestres pueden haberse extinguido antes de ser
conscientes de su presencia en el Universo.
Nuestra propia inteligencia es un parámetro cuestionable, ya que depende
de nuestro enorme bagaje cultural, producto de incontables generaciones.
Si lleváramos a la escuela de nuestros hijos a un joven Homo sapiens de
hace 30.000 años, probablemente acabaría siendo tan listo como ellos y
yendo a la universidad. Si uno de nuestros retoños viajara en el tiempo
hasta una cueva de los hombres primitivos, y creciera entre ellos, sin
duda no sería mucho mejor que sus nuevos amigos. Nuestro cuerpo y
cerebro realizaron su último salto evolutivo importante hace todo este
tiempo, y son sólo la sociedad y la cultura que nos inculcan lo que nos
diferencia de los hombres de Cromañón. Alcanzar nuestro nivel de
inteligencia no ha sido pues sencillo. Han sido precisas muchas
generaciones de pensadores e inventores. Otorgando a nuestro gran
invento, el lenguaje (y con él la escritura y la transmisión de
conocimientos), un papel central en el desarrollo de nuestra
inteligencia, comprenderemos que, sin este ingrediente, una civilización
extraterrestre podría no aparecer jamás. Seres conscientes de su
existencia, pero sin lenguaje, no podrían compartir conocimientos y
experiencias más allá de los más elementales. Así es imposible esperar
una revolución científica y la creación de una tecnología que permita
intentar un contacto.
Son tantos los obstáculos en el camino hacia el desarrollo de la
ciencia, el único mecanismo que conocemos para convertirnos en una
civilización avanzada, que no es extraño que haya tanta gente que opine
que somos los únicos seres inteligentes en el Universo. Stephen Webb
finaliza su enciclopédica búsqueda de respuestas aportando su propia
visión del problema: la Paradoja de Fermi sigue retándonos debido a
nuestra ignorancia. A pesar de los avances producidos, seguimos sin
conocer muchos detalles fundamentales que harían rechazar algunas de las
soluciones presentadas aquí, y que crearían otras nuevas más próximas a
la realidad.
Lo único claro por el momento es que hemos sido incapaces de probar, sin
ningún género de dudas, que existen las CETs. Con la información de la
cual disponemos en estos instantes, bien podríamos ser la única
civilización inteligente, al menos en la Galaxia. Hasta que un día se
produzca el primer y verdadero contacto, y todas nuestras especulaciones
ya no sirvan para nada. La Paradoja habrá dejado de existir. (Copyright
2007 VICTOR ARENAS) (Reproducido con permiso del autor). |