CAPÍTULO 1
Me encuentro a años-luz de la Tierra. Bajo mí, el inmenso globo verdoso
de un planeta. En su terminador, la estrella anaranjada arrancando
destellos multicolores en el hemisferio donde ahora amanecerá. Activo
mis propulsores y me separo del cuerpo principal. Acciono el sistema de
aerofrenado en cuanto siento sobre mí el tenue roce de las capas
nubosas más altas. Inicio la trayectoria de descenso. Me interno en un
océano turbulento de masas gaseosas. Tras el silencio del espacio,
ahora se abre un alud de ruidos diversos. Entre ellos, escucho el
chirrido de mi estructura al rasgar el tupido velo de cirros de
amoníaco. Mi sensación de frío es sustituida de inmediato por un
creciente calor cada vez más desagradable. Regulo la potencia de los
motores de frenado a fin de reducir la velocidad; el calor disminuye.
Me zarandean vientos de más de 300 kilómetros por hora. Moviendo
instintivamente mis extremidades logro mantener el equilibrio y evitar
ser arrojado fuera de mi pasillo de descenso. A unos cincuenta
kilómetros de altura sobre la superficie, comienzo a sentir el tirón de
la gravedad cuando realizo maniobras. Lo compenso del mismo modo que
hago con la fuerza del vendaval. Por fin, distingo con claridad el
suelo. Aguardo hasta hallarme a unos pocos metros sobre él. Entonces
proyecto un impulso final hacia arriba que compensa el ritmo de
descenso hasta reducirlo casi a cero, y me poso sobre el terreno
sintiendo sólo un leve choque en la base de mis extremidades
inferiores. Un segundo después, percibo por completo la gravedad, tres
veces superior a la de la Tierra. Los tensores se reajustan de modo
automático, y mi sensación de peso se aligera hasta valores más cómodos.
"Fin del Programa de
Simulación, doctor Jansson", escucho. Se hace una
oscuridad completa, todos los microtensores se retiran de mi cuerpo, el
resto de sistemas deja de actuar, y vuelvo a notarme en el interior de
la armadura sujeta a una tramoya de cables. Poco después, los operarios
me sacan la escafandra, y comienzan a liberar el resto de los elementos.
--¿Qué opinas, Kennert?
--Mucho mejor. La velocidad de entrada se ha suavizado de modo
razonable. El comportamiento aerodinámico es muy estable. El programa
de aterrizaje está ya casi completo --respondo a mi colega Michel Joly
-- Lástima que no podamos controlar la sonda con el mismo mecanismo de
control que el usado en las simulaciones.
Otra vez he vuelto a expresar mi pretensión irrealizable. La Realidad
Virtual es una herramienta formidable para simular cualquier fenómeno y
analizarlo de un modo mucho más íntimo que en un túnel de viento, un
laboratorio químico o la propia Naturaleza. Aplicada al Control Remoto
en su modalidad de Telepresencia, fusiona piloto y vehículo en un solo
ser dinámico. Los movimientos del cuerpo del piloto se transmiten al
vehículo, y la información sensorial recogida por éste es percibida por
el piloto. Lo que he hecho en esta simulación podría repetirlo con una
sonda auténtica, sentirme como si yo fuese ella, y manejarla con tanta
compenetración como si se tratase de mi propio cuerpo. Por desgracia,
el retardo en el envío y retorno de señales limita su radio de acción a
un millón escaso de kilómetros. Para controlar un vehículo real en la
operación que he ejecutado, debería viajar con la nave nodriza hasta la
órbita del planeta, una utopía. Y sin embargo, desde mi niñez siempre
he acariciado la posibilidad de ir a las estrellas. Mi sueño sería que
la misión para cuya preparación trabajo constase de tripulantes humanos
entre los que estuviese yo. Dado que ello no es posible, deberé
conformarme con desarrollar la supercomputadora que irá a bordo de la
sonda interestelar. Su destino es el sistema planetario S-17, a once
años-luz de la Tierra, una distancia jamás alcanzada hasta ahora. Ya
que no podré viajar allí, al menos algo creado por mí lo hará.
Es muy ambicioso lo que pretendemos lograr mis colegas y yo. Nada menos
que un verdadero ordenador pensante, capaz no sólo de tomar decisiones,
sino de actuar en situaciones no previstas, autorreprogramarse,
improvisar, intuir e imaginar. De hecho, las características de la
Inteligencia Natural. Queremos que el ordenador sea lo más parecido a
un astronauta humano virtual. Debido a la lejanía de su destino, no
podrá contar con ningún tipo de apoyo humano desde la Tierra a la hora
de tomar decisiones. Es obvio que once años para que una pregunta
llegue a la Tierra, y once más para que la respuesta alcance la nave,
hacen inviable por completo la intervención de la Tierra en la misión.
No sabemos con qué se encontrará la sonda KEPLER en S-17. Aunque no se
cree muy probable a la luz de las últimas investigaciones, no
descartamos la posibilidad de hallar algún tipo de vida primaria allí.
La computadora deberá ser capaz de reaccionar ante ello y ante otras
muchas cosas sin duda inesperadas con que se topará, como lo haría un
humano, es decir imaginando, intuyendo, e incluso replanteándose la
validez de datos asumidos como correctos.
La posibilidad de enviar seres humanos se valora para las próximas
misiones, pero para ésta dispararía la complejidad del diseño hasta
cotas inaceptables, tanto de coste económico como de desarrollo
técnico. Habría que construir un hábitat para los tripulantes, con
zonas domésticas y de ocio, que duplicaría el tamaño de la nave.
Reestructurarla para permitir el acceso humano a los sistemas de
control, instalando tableros, pantallas, altavoces y demás engorrosos
periféricos para lograr la adecuada interacción hombre-máquina. Crear
un centro médico. Poner a punto un complejo sistema de soporte vital.
Y, lo más importante, incorporar un gigantesco cargamento de víveres,
oxígeno, productos y enseres domésticos varios, fármacos, artículos de
ocio, trajes espaciales desarrollados para la misión, y un larguísimo
etcétera. Aún contando con todos estos elementos, no habría garantía de
éxito, porque treinta años dentro de una nave espacial es un período
intolerablemente alto para el cuerpo humano y para su propia psique.
La alternativa de que realizasen el viaje en algún estado alterado de
actividad fisiológica, como la suspensión hipotérmica o un coma
profundo, reduciría el número de elementos, pero no lo eliminaría, y
además los cuidados médicos que los cuerpos necesitarían, rebasan con
mucho las posibilidades técnicas disponibles. Cuidados tan sencillos
como la higiene diaria o cortar las uñas de manos y pies, precisarían
de aparatosos sistemas automáticos. Una biosuspensión completa, en caso
de poder realizarse, necesitaría legiones de científicos e instrumentos
reviviendo cada cuerpo célula a célula al llegar a S-17.
Por ahora, el único camino razonable de explorar mundos lejanos, es
delegando esa tarea en naves automáticas. Y sobre ello trabajo, en mi
condición de director del Área de Inteligencia Artificial del Proyecto
KEPLER, aquí en el Instituto de Investigaciones en Inteligencia
Artificial de Estocolmo.
En cuanto a mis excursiones virtuales en escenarios reales mediante
Telepresencia, deberé conformarme con destinos cercanos, como los
lugares a donde he viajado de manera sensorial en los últimos años. A
modo de viajes astrales dentro de cuerpos teledirigidos, me he
aventurado en el interior de un volcán activo, he buceado bajo lagos
helados de la Antártida, y he descendido por un pozo petrolífero hasta
alcanzar bastantes kilómetros de profundidad. Experiencias sin duda
fascinantes, pero que no pueden compararse con la de viajar a las
estrellas. Ni por supuesto, reemplazar la emoción de saberse
físicamente en el lugar ocupado por el cuerpo teledirigido. Si deseo
viajar más lejos, deberá ser a la fuerza sólo como ficción, mediante
videojuegos de Realidad Virtual como los que a menudo utilizo en mi
tiempo de ocio.
Las dos pasiones que me hacen ser como soy son la Exploración Espacial
y la Inteligencia Artificial. Mi vida siempre ha girado alrededor de
ellas. En mi infancia, jugaba a construir colosales ordenadores y no
menos colosales astronaves, todos con prestaciones fabulosas. Ya
adulto, he hecho de estas pasiones mi carrera profesional. El hecho de
haber sido un niño prodigio, me hizo ganar mucha seguridad en mí mismo,
quizá demasiada. Esa confianza es la que hace que, a pesar de que mi
vida en el plano personal no haya sido demasiado buena, me siento
realizado entregándome a mi vocación con la certeza de que lograré
hacer realidad todo lo que me proponga, por ambicioso que sea.